EL TRABAJO QUE ARDE Y AQUEL QUE NOS BENDICE
Un monje tenía un hermano que vivía muy pobremente en el
mundo. Le entregaba todo el producto de su trabajo, pero cuanto más le daba más
se empobrecía su hermano. Y fue a contárselo a un anciano que le aconsejó:
«Si me quieres escuchar, no le des nada más en adelante,
sino dile: “Hermano, mientras he tenido algo te he ayudado, pero a partir de
ahora, trabaja y ayúdame con lo que ganes con tu trabajo”. Y tú, recibe lo que
te traiga, dáselo a un peregrino o a un anciano pobre, y ruégales que oren por
él».
El monje hizo lo que se le había dicho. Cuando vino a verle
su hermano le dijo lo que el anciano le había recomendado, y el otro se marchó
triste. Pero un día vino a traerle unas pocas legumbres de su huerto. El
hermano las tomó y se las llevó a los ancianos pidiéndoles que orasen por su
hermano. Luego, después de recibir la bendición, volvió a su casa.
Más tarde le trajo legumbres y tres panes y el hermano hizo
lo mismo que la vez anterior. Recibida la bendición, se volvió. Volvió por
tercera vez trayendo mucho dinero, vino y pescado.
Al ver todo esto, el hermano se admiró, llamó a los pobres y
les regaló abundantemente.
Luego dijo a su hermano seglar: «¿No necesitas algunos
panes?». «No, señor, porque cuando recibía de ti algo, una especie de fuego
entraba en mí casa y lo consumía. Pero ahora que no recibo nada de ti, vivo en
la abundancia, y Dios me bendice».
El monje fue a contárselo todo al anciano que le había
aconsejado, que le respondió:
«¿No sabes que el trabajo del monje es un fuego y que donde
quiera que entra quema? Es más útil para tu hermano que haga limosna de lo que
gana con su trabajo, y consiga así que los santos pidan por él. Gracias a su
bendición, el fruto de su trabajo se multiplica».
† Sentencia de los Padres del Desierto †
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