EL NIÑO, EL ALJIBE Y LA LUNA
La noche caía sobre el monte. Un
niño jugaba junto al viejo aljibe, el cual todavía funcionaba a pesar del
tiempo transcurrido, dando su fresca agua a los miembros de la familia, cuyo
rancho estaba a unos pocos metros bajo una inmensa arboleda de algarrobos
negros. Junto a él un viejo y sabio gaucho de muchas arrugas en su cara como la
corteza del ñandubay, lo cuidaba tomando en silencio unos mates luego de haber
finalizado la larga jornada del día.
El niño, que rondaría con su edad
entre 4 y 6 años, trataba de vencer al sueño, y esperar que sus padres no se
dieran cuenta que ya no era la hora de jugar. En un momento el niño mira hacia
el interior del aljibe pretendiendo arrojar algo, y queda estupefacto fijando
su mirada en lo profundo del mismo. Levanta su rostro y con voz de alarma le
dice al viejo gaucho: “¡la luna está atrapada en el pozo!”.
El viejo peregrino de los montes
y pampas, estaba acostumbrado a escuchar preguntas de los niños, siempre con
esa curiosidad de querer aprender y entender todo. Sin embargo, la pregunta del
niño denotaba la inocencia del mismo, pero al mismo tiempo una preocupación
real.
Deja su mate a un costado, se
acera al aljibe ante la mirada ansiosa del niño, y efectivamente, al mirar
hacia el fondo, ve una gran y hermosa luna llena, flotando en las nítidas aguas
que la luz de la luna permitía ver. El gaucho podría apelar a la realidad, y
mostrarle que eso era tan solo un reflejo de algo que reinaba en el cielo por
las noches; en cambio, decidió acompañar al niño en su impresión, quién le
decía aireadamente que había que sacarla.
Sin mucho que decir, el gaucho
sale al rescate de la luna, lanzando el cubo de madera al interior del aljibe,
y al golpear el balde en el fondo del mismo, comienza a girar la roldana que
tenía enrollada la cuerda atada a la manija del balde. Este, cuando comienza a
ascender, apenas estaba lleno de agua, por lo que no costaba esfuerzo subirlo,
pero el gaucho aparentaba que ponía toda su fuerza en hacer girar la roldana
que elevaba el balde que contendría la luna en su interior. Cuando apenas
faltaba poco para salir, el viejo y pícaro gaucho, le dice al niño que no puede
más, que es muy pesado, y le pide asistencia. Este, decidido agarra también la
roldana y ambos dan unas vueltas con tanta fuerza que el balde sube y golpea
salpicando de agua a ambos. El niño ante ello cae hacia atrás sentado en el
piso. Un poco aturdido, comienza a secarse el agua que había salpicado su cara,
y escucha la voz del gaucho que le dice: “lo logramos, ¡la Luna ha podido
salir!”. El niño se levanta y mira hacia el cielo, viendo la gran luna llena
con todo su esplendor. Su sonrisa fue tan luminosa como la luz del astro
rescatado del fondo del estanque.
No hubo mucho tiempo de festejar.
La voz de la madre, llamando al niño a dormir, se escuchó desde las tenues
luces del rancho. El niño, con una enorme felicidad se despide del viejo gaucho
y corre a su casa, seguramente llevando consigo una enorme aventura que
relataría a sus padres.
El silencio vuelve a la noche. El
gaucho se acerca a su pequeño fogón donde la pava se calienta. Se ceba un mate
mas, mientras ve ascendiendo las chispas de la madera que se quema. En su
interior, piensa “¿y serán estas las estrellas que van a acompañar la luna
rescatada?”.
Ese niño había salvado la luna
esa noche. Quizás a la mañana no lo recordaría, pero en su corazón ya había
algo presente, y que el sabio gaucho había sabido interpretarlo y, por lo
tanto, hizo realidad lo imposible.
El hombre está destinado a cuidar
de este mundo, por él mismo, y por mandato de su Creador. Esa luna atrapada en
el fondo del estanque, se convierte en un símbolo de realidades eternas, a las
cuales, podemos vivenciar para que justamente sigan siendo misterios
insondables, pero al mismo tiempo posibles de vivir interiormente, siendo la
inocencia de un niño, un puente, capaz de lograr lo imposible, y Cristo, del
otro lado, tendiendo su mano para ayudar en el cruce.
+Teofano, Juan Manuel Garayalde.
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