DE ESPIRITUALIDAD MONTIELERA
UNA EXTRAÑA APARICIÓN
Por Dario H. Garayalde para El Heraldo - 25 de
Septiembre de 2021.
Don Sixto Urrea vivía solo en su chacra, rodeado de un
espeso monte entre las estaciones de San Gustavo y Montiel, aunque lejos de las
vías del tren y más bien cerca del río Feliciano. Su único hijo se fue buscando
algún futuro a Concordia desde hacía varios años. Le iba bien, de acuerdo a lo
que le contaba en la esporádica correspondencia que recibía.
A pesar de la soledad, esto no constituía un motivo de
tristeza para don Sixto, ya que en el transcurrir de su vida lo mantenía
ocupado desde temprano.
Tenía una majada grande de ovejas que cuidar y también unas
lecheras para su consumo, y el resto lo negociaba en el almacén cercano a la
comisaría.
Era una persona sin preocupaciones mayores, que había
encontrado el secreto de vivir en paz y mantener el ánimo en alto dejando a los
demás vivir también en paz y ocuparse de lo suyo.
Sus dos perros: Capitán hijo de una perra vieja que siempre
vivió allí, y Bigote, un agregado, hijo del monte que apareció un día todo
lastimado, con heridas profundas y lleno de abrojos, vaya a saber de qué
origen, y que don Sixto le curó pacientemente y lo alimentó, hasta que pudo
valerse. El agradecimiento y la lealtad de ese perro eran conmovedoras. Ese sí
que se puede decir sin rodeos que vivía para su amo. ¡Vaya uno a saber de dónde
vino este engendro de la selva! Sin miedo a nada y dispuesto a defender con su
vida a don Sixto en cualquier circunstancia.
En cuanto comenzaba a clarear el día, ya se ponían en la
puerta del dormitorio, esperando a que don Sixto se despertara y comenzara a
vestirse.
Cuando por casualidad se dormía un rato más, especialmente
en invierno, que a veces el frío inducía a remolonear, Bigote se acercaba a la
cama, y después de olerlo, se atrevía a tocarlo con una pata. En cuanto lo veían
despierto, salían a la carrera a buscar las lecheras para traerlas al galpón,
para que don Sixto las ordeñe. Se entendían a la perfección ya que una vez que
terminaba de ordeñarlas, estaban esperando su premio ellos también, con leche
calentita recién ordeñada.
Ensillaba a la tarde un overo petizo y llevaba al almacén
distante una legua y media, la leche que no iba a consumir y donde siempre la
negociaba por yerba, cigarros, o querosén para los faroles con don Perico el
almacenero.
De paso, si había algún otro paisano con quien conversar, se
quedaba un rato enterándose de las novedades y tomando alguna Lusera en buena
compañía o charlando con el almacenero. Sixto Urrea era un vasco amable y
risueño, con gustos sencillos con un buen humor particular que hacía que,
difícilmente se enojara por algo; por esa razón era siempre solicitado a
participar en las mesas de truco o de otro juego cualquiera, mientras los
perros aguardaban pacientemente afuera el regreso de Don Sixto.
Como no le gustaba llegar sin luz, partió con los perros y
el petizo al paso, de regreso a “las casas”. De un lado era todo monte espeso
de espinillos y ñandubay, y del otro estaba la plantación de avena.
Linda tardecita, llena de luciérnagas y le gustaba ir
aspirando el olor del campo y de la avena del vecino, rodeado de maripositas
blancas.
Pero de pronto el perro Bigote se detiene, alza la cabeza y
husmea: sus labios se hacen una apretada arruga debajo de la nariz y muestra
los colmillos filosos, mientras se le eriza el pelo del cuello. Gruñe
sordamente en advertencia. Capitán también se detiene y se pone también a
gruñir mirando hacia el mismo sitio “¡Quieto, quieto!” les dice en voz baja y
quedan delante de Don Sixto, tensos los cuerpos. A los dos se les va erizando
todo el pelo. Su única arma es un cuchillo chico, de no más de 15 cm de hoja.
Eso sí, muy filoso ya que lo usa para todo, desde cuerear hasta para comer.
Queda a la espera en terreno abierto. De repente oyeron a la derecha y
enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre las matas,
y escucharon un gruñido de bicho grande. “¡Quietos, quietos!” les dice otra vez
a los perros. Se advertía que podía ser un puma o algo de ese tamaño. Y allí
fue entonces que don Sixto también percibió el olor. Muy fuerte, como de
osamenta. “Si no voy a ver no sabré lo que anda suelto por aquí”, pensó
Miedo, ninguno; con su cuchillo y los perros no le temía a
nada. Y fue a ver nomás al sitio de donde vino el alboroto, los dos perros
adelante fueron y volvieron, aunque la vuelta con cierta desorientación como no
entendiendo lo que sucedió. Ni animal ni persona pensó, porque si no ya hubiera
sentido revolcones y gruñidos. Se llegó hasta allí
¡Nada! Ni rastro de lo que había. Pero algo había, porque el
pasto está revuelto.
¡Cosa rara esto! Pensó Don Sixto. Pero los perros están
nerviosos, así que algo fue eso.
No lo pensó más. No valía la pena romperse la cabeza con
enigmas sin explicación.
Como era un hombre de costumbres invariables, le gustaba
llegar y que hubiera brasas en el fogón para tomar unos mates, avivando el
rescoldo que quedaba y agregando un poco de leña vizcachera. Además tenía un
charque en preparación, y le gustaba ahumarlo también un poco que le daba un
gusto especial. Lo tenía colgado de un gancho encima del fogón.
Una de las cosas que más le agradaba a don Sixto, era
sentarse a la tardecita a tomar mate y ver la caída del sol con los perros bajo
el alero de la casa, escuchando los ruidos de la noche. La paloma saludando el
atardecer, la lechuza con su chistido, las bandadas de patos cruzando de vuelta
del tajamar. Conocía cada sonido de la tarde y de la noche.
También le llegaba el grito lejano de algún jinete
encerrando los animales. Sonidos familiares del anochecer del campo. Fue al
fogón y soplando prendió un palito para encender la mecha del farol. De paso a
ver si estaba caliente su comida y la de los perros. Les dio de comer a ellos
primero y luego se sentó a comer él. Mañana será domingo pero, como todos los
días ordeñaría las lecheras. Las tareas del campo no tienen feriados. “¡Mañana
a la tarde le llevaré la leche a Don Juan Cardozo. La voy a negociar por unos
paquetes de cigarros, harina, aceite y sal que ando precisando!” le comentó a
los perros, que pararon las orejas y movieron la cola como si entendieran.
Al día siguiente, cuando llegó al almacén de don Juan
Cardozo, a la sombra de unos talas estaba funcionando una cancha de tabas.
Entre el criollaje amontonado, no se oía más que: –¡Pago!, ¡Copo esa banca!,
¡Culo!, ¡Clavada de vuelta y media!–
En lo de don Juan le sirvieron una Lusera, mientras miraba a
la gente que se atropellaba para apostar y muchos borrachos que andaban
estorbando. No le gustó como estaba el ambiente. “Esto va a terminar con algún
acuchillado” pensó. Vio que había varios borrachos que andaban copando paradas
sin tener plata. Se dirigió decidido al sitio donde estaban unos conocidos que
rodeaban un capón bien dorado al asador. Estaban dándole los últimos toques al
rescoldo de las brasas de ñandubay. Las mujeres habían hecho tortas cubiertas
de azúcar con yemas de huevo, empanadas, pasteles fritos. Compró una damajuana
de vino Carlón para compartir con los conocidos. Los perros también se arrimaron
con recelo y se pusieron junto a don Sixto, y ellos también tuvieron su parte
con muchos huesos blandos y fue una linda tarde para todos. Cuando empezaron a
prender los faroles, don Sixto llamó a los perros para ir poniéndose en marcha.
Así lo hicieron, con una luna grande que iluminaba todo el monte. Fueron
costeando el tajamar con el rumor de las ranas como música de fondo y los
perros corriendo los cuises que desaparecían entre las matas, con el caballo al
paso, le gustaba a don Sixto disfrutar de la frescura y la humedad de la noche
del campo. Era su placer apreciar toda esa magnificencia de la noche de
nuestros pagos.
Desde una loma, ya divisaba su ranchada sumida en la oscuridad y el silencio a la luz de la luna. A medida que se iban acercando, se comenzó a sentir el mismo olor a podrido que la vez pasada, como el que despide una osamenta. Los perros estaban tan inquietos que salieron a la carrera hacia la cocina, ya que de allí parecía provenir el olor. Don Sixto ató el caballo a la entrada de la casa, donde fue a buscar la linterna de 4 elementos. Con ella en una mano y el rebenque en la otra fue a ver que estaba ocurriendo en la cocina con los perros y algo que los enfrentaba y gruñía. Por el alboroto y los golpes se advertía que era un animal grande. Tal vez un puma. Cuando alumbró con la linterna vio una cosa espantosa ¿Qué es esto, por Dios? Era una especie de inmenso perro con ojos brillantes, pero aun así, Bigote lo tenía mordido en el cuello. Cuando esa cosa vio la luz y a don Sixto, atropelló la puerta, única salida. Don Sixto solo tuvo tiempo de pegarle en la cabeza con el cabo del rebenque bien fuerte a esa demoníaca cosa, que finalmente huyó perseguido encarnizadamente por los perros. Como media hora anduvieron persiguiendo esa extraña criatura. “Eso, seguro que acá no vuelve más” pensó don Sixto, pero por las dudas, fue y cargó los dos caños de su escopeta 16, pero con munición uno.
FIN
De las leyendas o relatos folclóricos de una tierra, no se pretende que busquemos científicamente la prueba de si es real o no, ya que este tipo de historias, relatan la verdad del alma de un pueblo; y así solo, se aprende a conocer las virtudes y los miedos que anidan en ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario