SAN FELIPE,
Apóstol
27 de
noviembre / 14 de noviembre - Calendario eclesiástico
San Felipe era
originario de Betsaida, en Galilea, patria de los santos Apóstoles Pedro y
Andrés.
Más tarde,
Felipe siguió y sirvió fielmente a Jesús durante toda su predicación. Fue él
quien, en el transcurso del último coloquio con el Maestro, preguntó: «Señor,
muéstranos al Padre, y eso nos basta». Y Cristo le respondió con tristeza:
«Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me
ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
Después de la
Ascensión de nuestro Señor y de la venida del Espíritu Santo, Felipe fue
designado por sorteo para evangelizar la provincia de Asia (la parte occidental
de Asia Menor). Acompañado por el Apóstol Bartolomé y por su hermana según la
carne, Mariamne, atravesó Lidia y Misia proclamando el Evangelio a costa de
innumerables pruebas. Los santos discípulos soportaron golpes, flagelaciones,
encarcelamientos y lapidaciones por parte de los paganos, sin que su alegría y
su esperanza en Cristo disminuyeran, tan profundamente los habitaba la fuerza
del Señor. Por la invocación del Nombre del Salvador, los enfermos eran
curados, los endemoniados liberados y numerosos eran los que pedían ser
regenerados en el baño del Nuevo Nacimiento. Felipe bautizaba a los hombres y
su hermana a las mujeres.
Al llegar a
Hierápolis, los santos apóstoles curaron y llevaron a la fe a la esposa del
procónsul de Asia. Esta conversión desencadenó la furia del magistrado, que
pronto mandó apresar a Felipe y a sus compañeros. Arrastrado por el suelo hasta
la plaza central y crucificado cabeza abajo junto con san Bartolomé, el santo
oraba ardientemente con estas palabras:
«Mi Señor
Jesucristo, Padre de los siglos, rey de la luz, tú que nos has hecho sabios por
tu sabiduría, tú que nos has dado la alta ciencia, tú que nos has concedido el
designio de tu bondad; tú eres quien libra de la enfermedad a los que se
refugian en ti… Ven, Señor, y concédeme la victoria y la corona ante los
hombres. Que el enemigo no encuentre medio de acusarme ante ti, que eres el
verdadero juez. Revísteme más bien con tu estola luminosa y dame tu sello
glorioso. Haz que te encuentre en las nubes y transforma la forma de mi cuerpo,
conformándola a la imagen de tu gloria. Y concédeme reposar en la gloria de tu
bienaventuranza, haciéndome entrar en lo que has prometido a todos los santos,
por los siglos de los siglos. Amén».
A la oración
del santo, que estaba a punto de entregar su alma, la tierra se abrió de
repente y engulló a un gran número de paganos, a sus sacerdotes e incluso al
procónsul. Atemorizados, los impíos corrieron hacia Bartolomé y Mariamne, que
aún estaban con vida. Los bajaron de la cruz y les pidieron ser recibidos en la
santa Iglesia de Cristo. Después de haber sepultado dignamente los restos de
san Felipe y de haber puesto como obispo de la ciudad a Stachys, quien había
sido curado de su ceguera por el Apóstol, san Bartolomé y santa Mariamne
continuaron su predicación, el uno en la India y la otra en Licaonia.
Finalmente, Mariamne se dirigió hacia el Jordán, donde entregó su alma a Dios,
conforme a la predicción de san Felipe.
(Tomado del
Sinaxario del hieromonje Macario de Simonos Petras)



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