jueves, 22 de mayo de 2014

Perfil del Monje en el Siglo XXI



PERFIL DEL MONJE EN EL SIGLO XXI

El presente escrito corresponde al Obispo Vetero Católico Carlos Fernando de Arteaga Gómez de la ciudad de Medellín, República de Colombia, el cual fuera presentado como trabajo de investigación en la “Especialización en Teología Católica Ortodoxa” del Patriarcal Ateneo San Marcos, presidido por SB Athanasios 1ro. Aloysios, Patriarca Católico Ortodoxo Ecuménico de la Iglesia Ortodoxa Bielorrusa Eslava en el Extranjero.

Mons. Carlos F. de Arteaga Gómez, preside la Fraternidad Bizantina San Macario en la ciudad de Medellín, y es actualmente, representante del Patriarcal Ateneo San Marcos en Colombia.-

Xristos Anesti!
Vladyka Teofano, Juan Manuel Garayalde
Secretario Académico – Patriarcal Ateneo San Marcos
Iglesia Ortodoxa Bielorrusa Eslava en el Extranjero


 
 Icono - San Macario (300-390 aprox.) Santo Eremita del viejo Egipto.  
En dicha figura, se inspiró Mons. Carlos F. de Arteaga Gomez para fundar su Fraternidad Bizantina en la ciudad de Medellín, Colombia.
 


CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL MOVIMIENTO MONÁSTICO ORIENTAL. PERFIL DE UN MONJE

Nos proponemos a través de este ejercicio a realizar una reflexión sobre lo que consideramos sería el perfil de un monje para nuestro tiempo, desde nuestra identidad cultural y nuestra idiosincrasia latinoamericana.

Iniciamos nuestra reflexión bajo el principio que la vida monástica hunde sus raíces en el misterio de Dios Trinitario, que se revela y llama a todos los hombres y mujeres por medio de su Hijo Jesucristo a pasar del mundo de las tinieblas al mundo de la luz por la acción del Espíritu Santo; de ahí que el monje escucha la voz del Padre que lo llama personalmente, y abre su corazón a las exigencias particulares de este amor en Jesucristo, permitiendo con su aceptación humilde de la llamada del Padre que el Espíritu Santo le conceda diversos dones y carismas para el servicio a la comunidad y la santificación de su vida, es por ello q ue podemos afirmar como la vida monástica nace de este misterio cristiano en respuesta a esa llamada del Padre. (Cfr: 1 Pe. 2,9. Col. 1,13. Ef. 1, 3-5. 1 Cor. 12. 4-11. Gal. 4,6. Rom. 8,15)
El monje es, ante todo, un miembro de la Iglesia, la gran comunidad de fe. Cuando una persona ingresa al monasterio lo hace porque entiende de una manera nueva el llamado que le ha hecho el Padre a través de su Hijo Jesucristo y percibe la acción del Espíritu Santo como una fuerza que lo guía por el camino de la obediencia a este llamado. Su ser miembro de la Iglesia permanece igual, pero su papel dentro de ella cambia. Al comprometerse a sí mismo con sus hermanos en el seguimiento de Cristo, el monje entra en una alianza dentro de la alianza. La vida que vive como cristiano es sacramental, y es, para el mundo, un signo de la victoria de Cristo; un testimonio compartido del Reino. El monasterio se convierte para él en el punto focal de la Iglesia como sacramento de Cristo.


La vida monástica encuentra y expresa su santidad especialmente en la Liturgia, culmen de la actividad de la Iglesia y fuente de su poder. El día del monje está orientado por la Liturgia de las Horas. Al recogerse a determinadas horas para orar, los monjes atestiguan la importancia de la oración en sus vidas. Los tiempos de oración litúrgica crean el clima para un espíritu contemplativo y apoyan el deseo del monje de orar siempre. En el centro de la vida sacramental se encuentra la Eucaristía. En ella La Iglesia se realiza como signo de unidad, paz y salvación para todo el mundo. (Cfr: 1Tes. 5,17) 

La vocación a la vida monástica es uno de los tantos carismas en la Iglesia; es un don específico del Espíritu Santo para la formación del Cuerpo de Cristo. El Espíritu derrama sus dones a cada quien según le plazca. Hay dones diversos pero el Espíritu es el mismo; hay diferentes ministerios pero uno solo es el Señor. Tanto los dones como ministerios, todos han sido concedidos para enriquecer y fortalecer la unidad de los creyentes. (Cfr: Ef 4,16. 1 Cor, 12, 4-11)

La vida monástica en la Iglesia no existe sólo para sí misma sino como don para el mundo. Todo carisma es una llamada a servir; toda respuesta afirmativa es un acto de amor dirigido hacia la entera familia humana. El monje expresa su amor para toda la gente siendo fiel al don recibido del Espíritu Santo. Su vida en Fraternidad invita a toda la humanidad a la gracia y a la libertad, y apresura la redención de toda la creación. (Cfr: Jn. 17,21. 1 Cor. 12,7. Rom, 8, 19-21. 2 Tim. 1,9) 

Los monjes revelan a Dios a sí mismos y al mundo entero, empuñando las fuertes armaduras de la obediencia para buscarlo en la oración, en el trabajo, en el silencio, en el ascetismo, en la corrección fraterna y en la pacífica vida en común. Ellos continúan la tradición evangélica a través del amor y el servicio mutuo, atentos especialmente a la voz del Espíritu en la Sagrada Escritura por medio del Oficio Divino y la lectura santa. Rehusando entregarse al mundo o dejarse seducir por los valores de un reino terreno, la vida monástica proclama que el mundo, como nosotros lo conocemos, es pasajero, y da testimonio de un reino solo visible por los ojos de la fe. (Cfr: Jn. 2, 24-25; 18,36. 1 Cor. 7.31. 2 Cor. 5,7; 4,18. Heb. 13,14)

La vida en el monasterio también es un servicio hacía los demás por medio de sus diferentes formas de apostolado. Los monjes agrandan el horizonte de su servicio compartiendo las necesidades del mundo, de la Iglesia y del vecindario, siempre conscientes de que ellos, como todos los cristianos, serán juzgados en base a lo que hayan hecho por Cristo en la persona de sus hermanos, especialmente los más pequeños. Esta participación activa añade una dimensión importante a la vida comunitaria, manteniendo a los monjes conscientes de las necesidades de los otros, y sacando energías y talento para extender el Reino de Dios. (Cfr: Mt. 25, 31-46)  

 

 En su visita a la República Argentina, Mons. Carlos F. de Arteaga Gomez, suscribió al convenio de Monasterios, Fraternidades, Hermandades y Ermitas impulsado por SB Athanasios 1ro. Aloysios, Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Bielorrusa Eslava en el Extranjero (IOBE) . Junto a él, el Vladyka Teofano, Archieparca de Argentina de la IOBE



El monje se alegra en la palabra del Padre dirigida a él, pero sabe que el Dios que se le revela sigue siendo un Dios escondido. Uno que camina con Dios debe caminar en la fe. El misterio de Cristo está lleno de contrastes y tensiones: luz y oscuridad, vida y muerte, presente y futuro. El monje conoce el significado de peregrinar. Él no es lo que una vez fue, pero todavía no es aquello a lo cual Dios lo ha llamado a ser. Tentados a darse por vencidos, él y su Fraternidad lucharán por mantenerse fíeles a la llamada; es por ello que, sigue adelante con sus hermanos, creyendo en el poder que Cristo tiene de revelar la fuerza divina a través de las debilidades humanas. (Cfr: Is. 45,15. Jn. 1, 4-9. 2 Cor. 4, 10-12; 12,10. 1 Cor. 1,26--2,5. Col. 1, 12-13. 1 Jn. 3,2) 

La Regla de vida monástica invita a los monjes al trabajo de la obediencia para regresar al Padre, imitando a su hijo Jesucristo quien se humilló a si mismo, haciéndose obediente hasta la muerte en cruz. Los monjes, guiados por el Espíritu Santo, son llamados a servirse mutuamente olvidándose de sí mismos, entregando su vida por sus hermanos en amor y confianza. Han sido injertados en la muerte de Cristo y resucitados a una nueva vida por el Bautismo. Su morir cristiano al pecado y su vivir para Dios se realiza en su entrega diaria a la vida de oración, al trabajo y al servicio a los demás. (Cfr: Mt. 16, 24-26; 20,28. Mc. 19,45. Rom. 6,1-4; 8,14. Fil 2,5-11; 3,10-11. 1 Jn, 3,16.)

Los monjes del Monasterio de San Macario aceptamos y apreciamos la variedad de tradiciones monásticas, pero la Regla nos compromete a una forma específica de vida. Algunos de nosotros asumimos la vida cenobítica, otros el estilo de vida anacoreta, viviendo con su familia en la ciudad, sin embargo todos vivimos bajo la dirección de una Regla de vida monástica y del Abad. La vida comunitaria es el marco indispensable para la realización de los ideales a los cuales los monjes nos comprometemos por la profesión de vida. Con el estímulo y el buen ejemplo de sus hermanos, el monje puede sacrificar su vida para encontrarla plenamente. (Cfr: Mt. 16, 25. Hech. 2, 42-47; 4, 32-35. Fil. 3,20. Ef. 4,16)

Los monjes permanecen individualmente responsables ante la llamada de Dios en sus corazones, pero, como miembros de una Fraternidad, se ponen en un nuevo camino bajo la autoridad de Cristo, quien está presente aun cuando sólo dos o tres están reunidos en su Nombre. La Fraternidad monástica de San Macario tiene una autoridad adecuada a si misma como grupo de cristianos que viven la fraternidad, bajo la Regla de vida y el Abad. La fuente y fundamento de esta autoridad es el Espíritu Santo; el ejercicio de esta autoridad debe permanecer siempre bajo su inspiración. Ningún monje puede evadir la parte que le corresponde en el trabajo de discernimiento y respuesta a la llamada divina en asuntos que afectan a toda la Fraternidad; por ejemplo, cuando se trata reuniones de Fraternidad,  decisiones concernientes a la oración comunitaria y/o personal, tipos de trabajo, aceptación y formación de candidatos, el buen orden de la casa y el trabajo apostólico. (Cfr: Mt. 18,20 I Tes. 5,19-21)

El Abad, como representante de Cristo en el monasterio, es considerado como el centro de unidad, de amor y del esfuerzo común de la fraternidad. Todos en la Fraternidad deben ser obedientes y dóciles al Espíritu Santo y responsables de sus impulsos, pero al Abad se le confía un papel especial en el ejercicio de la autoridad de Cristo. Él comparte con toda la Fraternidad el trabajo de gestar las decisiones, consciente de que el Espíritu Santo habla a través de cada miembro, hasta del más joven, pero sabiendo que él debe cargar con la cruz de la responsabilidad final en la Fraternidad. 

 
 Mons. Carlos Fernando de Arteaga Gómez, recibiendo un mate en la Argentina de manos del Vladyka Teofano - Ciudad de Rosario - Enero 2013.-


El Abad ejercita su autoridad como un servicio de amor, guiado por el Evangelio y la Regla de vida. Como guía, él debe discernir las necesidades de la Fraternidad y la dirección correcta de las iniciativas de ésta. Él es maestro por su ejemplo y por su palabra. Ora pidiendo discreción, amabilidad y comprensión, buscando obedecer al mandato divino, de manera que la obediencia que pide a sus hermanos no sea una subordinación a su propia voluntad, sino una sumisión al Espíritu de Dios que lo escogió para este servicio. Con la ayuda de Dios, ejercita un cuidado responsable sobre el rebaño que le ha sido confiado, y ayuda a sus hermanos animándolos y corrigiéndolos en su camino de entrega al Señor. (Cfr: Mt. 16,15. Hech. 2,45. 2 Tim. 4,2. I Pe. 5,2-4.)
Los demás monjes, a su vez, animan a su Abad, lo apoyan y cooperan con él, al mismo tiempo que lo aman. Ellos saben que su Abad solo no puede lograr que la Fraternidad sea lo que pretende y desea ser. Él debe lograr que sus hermanos correspondan a su entrega entregándose ellos mismos a la Fraternidad. Aunque es llamado padre y acepta el papel de buen pastor entre ellos, sin embargo, él continua siendo un hermano para sus compañeros monjes. Los monjes reconocen el cuidado de Cristo y la acción del Espíritu Santo en todo lo que el Abad hace para ellos, y, por lo tanto, no tienen miedo de compartir sus alegrías, sufrimientos, esperanzas y temores. Si el Abad llegara a fallar, los monjes saben que ellos mismos son en parte responsables, ya que el Abad, como hermano, necesita ser animado, apoyado, edificado, posiblemente corregido y, sobre todo, amado personalmente. (Cfr: Jn. 10, 11. Col. 3, 16. I Pe. 2,25

El monje se entrega a sí mismo al servicio de Dios por medio de su profesión pública de vida monástica en obediencia. Esta entrega se realiza en su obediencia al Abad, a sus hermanos, pero su obediencia radical es siempre a Dios. Por su compromiso monástico, el monje empieza a vivir en y con la Fraternidad la obediencia a la cual fue llamado en su Bautismo. Su obediencia es parte del don que la Fraternidad monástica, como un todo, ofrece al Padre. Ahora el monje escucha los llamados divinos como un miembro de la Fraternidad sometiendo su propia voluntad al llamado conocido a través del discernimiento común. La voz de Dios se expresa sobre todo a través de la Regla y del Abad, y el monje sacrifica sus propios deseos y gustos para caminar según el juicio y el mandato de otro. Pero todos los miembros de la Fraternidad, incluyendo el Abad, son llamados a ser obedientes al Señor y a obedecerse mutuamente en amor y servicio. Convencido en la fe de que el mandato divino se deja oír a través de la Fraternidad, el monje se compromete a ser sensible a la presencia activa de Dios entre todos sus hermanos del monasterio.  (Cfr: Jn. 4,34; 6,38. Hech. 13,2-3 Fil. 2,8-10. I Tes. 5,12.Heb. 10,5-7

El modo de vida aceptado con la profesión de vida monástica implica el celibato y la pobreza. El celibato consagrado es un don de Dios dado a alguien con quien Dios desea unirse a sí mismo de una manera especial. La aceptación de este don por amor al Reino es un acto supremo de fe en Dios que puede satisfacer el deseo del corazón humano por un amor único. (Cfr: Mt. 19,12. I Cor. 7. 2 Cor. 11,2)  

El amor célibe tiene su propia manera de dar abundantes frutos. Cuando se le acepta libremente, libera al monje para traer a otros al misterio del amor de Cristo. Ensancha en el monje la visión del amor de Cristo y lo hace vivir con el afán de recoger a otros para traerlos a ese amor. Engendra un dinamismo que busca siempre extender este amor de Cristo. (Cfr: 1 Jn.3,1-2)  

Para un monje, un verdadero amor fraternal es el ambiente necesario para tener éxito en el cultivo del celibato consagrado. El monje es un ser humano vulnerable que necesita experimentar la compañía humana. Así, el celibato no significa de ninguna manera renunciar al verdadero amor humano. La amistad no es un lujo en la Fraternidad, sino una necesidad evidente en si misma. Por el celibato consagrado el monje profesa su fe en su propia inmortalidad, en la resurrección de la carne y en la existencia continuada de su propia persona. (Cfr: Mc. 12,25. Jn. 6,54. Apoc. 21, 1-4)  

Los monjes viven la pobreza evangélica en su trato preferencial con los pobres y los marginados, se comprometen a reducir sus exigencias de vida personales evitando los lujos y las suntuosidades, viven una vida sobria, sin extravagancias ni excentricidades;  comparten sus bienes en la medida de sus posibilidades y de las necesidades de los hermanos, ayudándose mutuamente en cuanto a sus necesidades terrenas. Juntos luchan por vivir alegre y gozosamente, disfrutando de todas las cosas del monasterio con respeto y buen cuidado. Así la pobreza corporativa y personal permite a la Fraternidad compartir sus bendiciones con aquellos menos afortunados. (Cfr: Hech. 2,42; 4, 32-35

La pobreza monástica implica el desprendimiento del orgullo y de la vanidad, para entregar a la Fraternidad los talentos del tiempo y la voluntad. A través de ella se promueve un sentido de solidaridad con los más pobres y con los que sufren. Todos y cada uno de los miembros de la Fraternidad tratan de mostrar el auto-vaciamiento de Jesús en su propia vida, evitando un nivel de vida que pareciera olvidarse del ejemplo evangélico, y llegar a ser una piedra de tropiezo para sí mismo y para sus hermanos. (Cfr: Lc. 12,22-34 1 Car. 10,23-24 Sant.2,19;5,1-6)
 
Los Monjes son corresponsables de la vida en la Fraternidad a la que pertenecen, lo cual exige su presencia personal, el testimonio de vida, la oración comunitaria, la colaboración activa y económica, para llevar a feliz término los compromisos de la vida fraterna.

El monje se compromete, con la profesión de la regla monástica, a vivir el Evangelio según la espiritualidad de la Fraternidad en su condición de persona consagrada, profundizando, con el estudio de cada día, a la luz de la fe los valores y la opción de la vida monástica que ha acogido, procurando pasar de la lectura y del conocimiento del Evangelio a su vivencia diaria para ser testigo del amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en lo personal, lo familiar y lo comunitario.

La vida espiritual es concebida y aceptada como un proyecto de vida comunitario, centrado en la Persona de Jesucristo y en su seguimiento, según el estilo monástico que nos es propio, deseando corresponder al amor de Dios a través de la relación amorosa y  personal con Él, por medio de su Hijo, en cuyo nombre servimos a los más necesitados, dejándonos guiar por el Espíritu Santo en toda nuestra vida, el cual nos lleva a aceptar la voluntad de Dios Padre en medio de las circunstancias más difíciles de la vida, y vivir el espíritu de paz, rechazando toda doctrina y toda acción en contra de la dignidad humana, por lo que contamos siempre con la gracia del Espíritu Santo, que anima y fortalece nuestra misión.

En nuestras acciones procuramos conocer y cumplir la voluntad del Padre, por lo que hacemos de la oración contemplativa, la meditación de la palabra divina, la celebración de la Eucaristía, la práctica de los Sacramentos, la liturgia de las horas, la revisión de vida, la corrección fraterna, los retiros espirituales y el ayuno, el alma y vida de nuestro obrar diario, dentro de un espíritu de conversión y reconciliación permanente.

Conscientes de que Dios ha hecho de todos nosotros un pueblo santo y ha constituido a partir de él su iglesia, nos comprometemos a reflexionar y estudiar la fe de la iglesia, su doctrina, su historia, su misión en el mundo actual y sobre todo el rol de la Fraternidad en la transformación de la sociedad para Cristo.

La Eucaristía, sacramento por excelencia, es el centro de nuestra vida monástica en la Iglesia. De ella debemos participar con la mayor frecuencia posible, y su celebración se hará atendiendo las normas litúrgicas y los cánones de la Iglesia; a través de la celebración viva y consciente de los sacramentos, la oración contemplativa y la liturgia de las horas, tratamos de descubrir la presencia de Dios Padre en nuestro corazón, en la naturaleza y en la historia de los hombres.

"Los consejos evangélicos de castidad, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los Doctores y Pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre." (Lumen Gentium, 43).

Ellos "encuentran su punto culminante en el misterio pascual de Jesucristo, en el que se unen el anonadamiento mediante la muerte, y el nacimiento de una vida nueva mediante la resurrección. La práctica de los consejos evangélicos lleva consigo un reflejo profundo de la destrucción inevitable de todo lo que es pecado en cada uno de nosotros y su herencia, y la posibilidad de renacer cada día a un bien más profundo, escondido en el alma humana. Este bien se manifiesta bajo la acción de la gracia, a la cual la práctica de la castidad, pobreza y obediencia, hace particularmente sensible el alma del hombre" (Lumen Gentium, 10)

Ellos “manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1974).

 
 Mons. Carlos Fernando de Arteaga junto al Vladyka Teofano con el manto de los Nazareos, en un encuentro inter religioso organizado por SB Tome I, Patriarca Veterodoxo en la ciudad de Rosario, Provincia de Santa Fe - Enero 2013.-


La Obediencia. La Obediencia es la actitud del monje por la cual se dispone a escuchar la acción de Dios en su vida. “La obediencia practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre, manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil” (La Vida Consagrada, no 21). Esta genera comunión en torno a la voluntad de Dios y crea comunidad, trae consigo la virtud de la Humildad, como un saber despojarnos de todo lo nuestro para recibir todo lo que el Padre nos regala. Es un no querer construir nuestra propia persona sino dejar al Padre que nos haga según su beneplácito.

Por la obediencia, los monjes se comprometen a acatar y aceptar las órdenes de las autoridades legítimas de la FRATERNIDAD y de la Iglesia, en todo lo que esté conforme a los Estatutos y los reglamentos, atendiendo las enseñanzas de San Pablo:

“Así, pues, os conjuro en virtud de toda exhortación en Cristo, de toda persuasión de amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás”. (Filipenses 2, 1-5)

La obediencia lleva al monje a aceptar plenamente los designios de Dios sobre él y a transformarlos en su propio querer; nos hace crecer en la verdadera libertad de los hijos de Dios y nos lleva a participar por amor en la actitud obediente de Cristo Salvador, abriéndonos más a la voluntad de Dios, y descubriéndola más fácilmente. Por ella nos liberamos de nuestras ilusiones y de nuestro protagonismo en el apostolado para hacer más fecunda la acción apostólica de la Fraternidad y de la Iglesia

La obediencia es el modo como el monje ahonda en su persona la psicología del hijo- enviado. “No busco mi voluntad sino la del que me envió  procurando en todo realizar los designios salvíficos de Dios y participar en su obra de salvación. Ella, a la vez, es la expresión de la fecundidad de la vida del monje a ejemplo de María que por su obediencia engendró a Cristo.

La Castidad. “La castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación de la entrega a Dios, con corazón indiviso, es el reflejo del amor infinito que une a las tres personas divinas en la profundidad misteriosa de la vida trinitaria” (La Vida Consagrada, no 21)

La castidad es asumida como una forma “para seguir más de cerca a Cristo”; es don de Dios y una fuente de intimidad con El, que profundiza nuestra intimidad con el Señor, llevándonos a permanecer más fieles a Dios con un corazón indiviso y libre para que se encienda en cada uno de nosotros el amor de Dios y de todos los hombres.

Por ella es transformado profundamente el ser humano, creando un misterioso parecido con Cristo. Es un signo del amor preferencial al Señor, que pone en evidencia el lazo que nos une al Padre, al relativizar los otros lazos, y convertirse así en una confesión de nuestra filiación.

El monje se siente feliz al poder ofrecer a los demás todos los recursos de una afectividad liberada. De ahí que la continencia perfecta es “señal” y estímulo de caridad y manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo. La castidad hace más disponible al monje para las actividades apostólicas y profesionales de la Fraternidad y de la Iglesia; al ensanchar la capacidad de amor y hacerlos más prontos para el trabajo evangelizador

La castidad tiene también su impacto en las relaciones comunitarias y de familia. “Los monjes procuran vivir juntos el verdadero amor fraterno, mediante el don gozoso de sí mismos, la confianza mutua y una delicada atención a los demás”. De ahí que el amor preferencial al Señor, la liberación de la afectividad y el don gozoso de sí mismos, exigen una educación del corazón, que tiene sus exigencias ascéticas; las cuales se imponen a todo cristiano, dándonos a entender que no es sólo cuestión de voluntad sino de apertura al Espíritu Santo, que es quien grava la ley en nuestro corazón.

Las exigencias que el monje debe vivir desde la castidad son: Aceptar la soledad como medio de santificación y superación personal; vivir la sexualidad como una dimensión humana de entrega amorosa y total a Dios Padre en su Hijo Jesucristo por el Espíritu Santo; esforzarse por el domino del temperamento, trabajar por el control de los impulsos del corazón, la búsqueda del equilibrio personal y la vigilancia constante para no caer en tentación.

La Pobreza. Con el fin de acercarnos a Cristo Pobre procuramos vivir el espíritu de las bienaventuranzas y de la pobreza evangélica, manifestada en la confianza en Dios Padre Providente, con la cual vivimos la libertad interior y trabajamos por una sociedad más justa y más equitativa.

Vivimos la pobreza evangélica en el trato preferencial con los pobres y los marginados, colaborando con ellos por la erradicación de la marginación y de toda forma de pobreza, fruto de un sistema social injusto.  

Los Monjes estamos comprometidos en reducir las exigencias personales y evitar los lujos y las suntuosidades, en el vivir y en el obrar diario, para poder compartir mejor los bienes espirituales y materiales con los demás monjes, evitando el consumismo y las ideologías que anteponen la riqueza a los valores humanos y a la fe, permitiendo la explotación del hombre.

El Trabajo. El trabajo de cada día no solo es una forma de adquirir el  sustento diario, sino una oportunidad de servir a Dios y al prójimo, y un medio para desarrollar plenamente nuestra personalidad. Cada monje debe comprometerse en el cumplimiento de los deberes propios de su trabajo y en una adecuada preparación profesional, para prestar un servicio con sentido humano y compromiso cristiano. El trabajo debe ser un compromiso de todos, y así nadie se haga carga para los demás.


Mons. Carlos Fernando de Arteaga Gómez
Abad – Fraternidad Monástica San Macario


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