PERFIL DEL MONJE EN EL SIGLO XXI
El
presente escrito corresponde al Obispo Vetero Católico Carlos Fernando de Arteaga Gómez de la ciudad de Medellín,
República de Colombia, el cual fuera presentado como trabajo de investigación
en la “Especialización en Teología Católica Ortodoxa” del Patriarcal Ateneo San
Marcos, presidido por SB Athanasios 1ro.
Aloysios, Patriarca Católico Ortodoxo Ecuménico de la Iglesia Ortodoxa
Bielorrusa Eslava en el Extranjero.
Mons.
Carlos F. de Arteaga Gómez, preside la Fraternidad Bizantina San Macario en la
ciudad de Medellín, y es actualmente, representante del Patriarcal Ateneo San
Marcos en Colombia.-
Xristos Anesti!
Vladyka Teofano, Juan
Manuel Garayalde
Secretario Académico –
Patriarcal Ateneo San Marcos
Iglesia Ortodoxa Bielorrusa
Eslava en el Extranjero
Icono - San Macario (300-390 aprox.) Santo Eremita del viejo Egipto.
En dicha figura, se inspiró Mons. Carlos F. de Arteaga Gomez para fundar su Fraternidad Bizantina en la ciudad de Medellín, Colombia.
CARACTERÍSTICAS
GENERALES DEL MOVIMIENTO MONÁSTICO ORIENTAL. PERFIL DE UN MONJE
Nos
proponemos a través de este ejercicio a realizar una reflexión sobre lo que
consideramos sería el perfil de un monje para nuestro tiempo, desde nuestra
identidad cultural y nuestra idiosincrasia latinoamericana.
Iniciamos nuestra reflexión
bajo el principio que la vida monástica hunde sus raíces en el misterio de Dios
Trinitario, que se revela y llama a todos los hombres y mujeres por medio de su
Hijo Jesucristo a pasar del mundo de las tinieblas al mundo de la luz por la
acción del Espíritu Santo; de ahí que el monje escucha la voz del Padre que lo
llama personalmente, y abre su corazón a las exigencias particulares de este
amor en Jesucristo, permitiendo con su aceptación humilde de la llamada del
Padre que el Espíritu Santo le conceda diversos dones y carismas para el
servicio a la comunidad y la santificación de su vida, es por ello q ue podemos afirmar como la vida monástica nace
de este misterio cristiano en respuesta a esa llamada del Padre. (Cfr: 1 Pe. 2,9. Col. 1,13. Ef. 1, 3-5. 1
Cor. 12. 4-11. Gal. 4,6. Rom. 8,15)
El monje es, ante todo, un
miembro de la Iglesia, la gran comunidad de fe. Cuando una persona ingresa
al monasterio lo hace porque entiende de una manera nueva el llamado que le ha
hecho el Padre a través de su Hijo Jesucristo y percibe la acción del Espíritu
Santo como una fuerza que lo guía por el camino de la obediencia a este llamado.
Su ser miembro de la Iglesia permanece igual, pero su papel dentro de ella
cambia. Al comprometerse a sí mismo con sus hermanos en el seguimiento de
Cristo, el monje entra en una alianza dentro de la alianza. La vida que vive
como cristiano es sacramental, y es, para el mundo, un signo de la victoria de
Cristo; un testimonio compartido del Reino. El monasterio se convierte para él
en el punto focal de la Iglesia como sacramento de Cristo.
La
vida monástica encuentra y expresa su santidad especialmente en la Liturgia,
culmen de la actividad de la Iglesia y fuente de su poder. El día del monje
está orientado por la Liturgia de las Horas. Al recogerse a determinadas horas
para orar, los monjes atestiguan la importancia de la oración en sus vidas. Los
tiempos de oración litúrgica crean el clima para un espíritu contemplativo y
apoyan el deseo del monje de orar siempre. En el centro de la vida sacramental
se encuentra la Eucaristía. En ella La Iglesia se realiza como signo de unidad,
paz y salvación para todo el mundo. (Cfr:
1Tes. 5,17)
La
vocación a la vida monástica es uno de los tantos carismas en la Iglesia; es un
don específico del Espíritu Santo para la formación del Cuerpo de Cristo. El
Espíritu derrama sus dones a cada quien según le plazca. Hay dones diversos
pero el Espíritu es el mismo; hay diferentes ministerios pero uno solo es el
Señor. Tanto los dones como ministerios, todos han sido concedidos para
enriquecer y fortalecer la unidad de los creyentes. (Cfr: Ef 4,16. 1 Cor, 12, 4-11)
La
vida monástica en la Iglesia no existe sólo para sí misma sino como don para el
mundo. Todo carisma es una llamada a servir; toda respuesta afirmativa es un
acto de amor dirigido hacia la entera familia humana. El monje expresa su amor
para toda la gente siendo fiel al don recibido del Espíritu Santo. Su vida en
Fraternidad invita a toda la humanidad a la gracia y a la libertad, y apresura
la redención de toda la creación. (Cfr:
Jn. 17,21. 1 Cor. 12,7. Rom, 8, 19-21. 2 Tim. 1,9)
Los
monjes revelan a Dios a sí mismos y al mundo entero, empuñando las fuertes
armaduras de la obediencia para buscarlo en la oración, en el trabajo, en el
silencio, en el ascetismo, en la corrección fraterna y en la pacífica vida en
común. Ellos continúan la tradición evangélica a través del amor y el servicio
mutuo, atentos especialmente a la voz del Espíritu en la Sagrada Escritura por
medio del Oficio Divino y la lectura santa. Rehusando entregarse al mundo o
dejarse seducir por los valores de un reino terreno, la vida monástica proclama
que el mundo, como nosotros lo conocemos, es pasajero, y da testimonio de un
reino solo visible por los ojos de la fe. (Cfr:
Jn. 2, 24-25; 18,36. 1 Cor. 7.31. 2 Cor. 5,7; 4,18. Heb. 13,14)
La
vida en el monasterio también es un servicio hacía los demás por medio de sus
diferentes formas de apostolado. Los monjes agrandan el horizonte de su
servicio compartiendo las necesidades del mundo, de la Iglesia y del
vecindario, siempre conscientes de que ellos, como todos los cristianos, serán
juzgados en base a lo que hayan hecho por Cristo en la persona de sus hermanos,
especialmente los más pequeños. Esta participación activa añade una dimensión
importante a la vida comunitaria, manteniendo a los monjes conscientes de las
necesidades de los otros, y sacando energías y talento para extender el Reino
de Dios. (Cfr: Mt. 25, 31-46)
En su visita a la República Argentina, Mons. Carlos F. de Arteaga Gomez, suscribió al convenio de Monasterios, Fraternidades, Hermandades y Ermitas impulsado por SB Athanasios 1ro. Aloysios, Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Bielorrusa Eslava en el Extranjero (IOBE) . Junto a él, el Vladyka Teofano, Archieparca de Argentina de la IOBE
El
monje se alegra en la palabra del Padre dirigida a él, pero sabe que el Dios
que se le revela sigue siendo un Dios escondido. Uno que camina con Dios debe
caminar en la fe. El misterio de Cristo está lleno de contrastes y tensiones:
luz y oscuridad, vida y muerte, presente y futuro. El monje conoce el
significado de peregrinar. Él no es lo que una vez fue, pero todavía no es
aquello a lo cual Dios lo ha llamado a ser. Tentados a darse por vencidos, él y
su Fraternidad lucharán por mantenerse fíeles a la llamada; es por ello que, sigue
adelante con sus hermanos, creyendo en el poder que Cristo tiene de revelar la
fuerza divina a través de las debilidades humanas. (Cfr: Is. 45,15. Jn. 1, 4-9. 2 Cor. 4, 10-12; 12,10. 1 Cor. 1,26--2,5.
Col. 1, 12-13. 1 Jn. 3,2)
La
Regla de vida monástica invita a los monjes al trabajo de la obediencia para
regresar al Padre, imitando a su hijo Jesucristo quien se humilló a si mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte en cruz. Los monjes, guiados por el
Espíritu Santo, son llamados a servirse mutuamente olvidándose de sí mismos,
entregando su vida por sus hermanos en amor y confianza. Han sido injertados en
la muerte de Cristo y resucitados a una nueva vida por el Bautismo. Su morir
cristiano al pecado y su vivir para Dios se realiza en su entrega diaria a la
vida de oración, al trabajo y al servicio a los demás. (Cfr: Mt. 16, 24-26; 20,28. Mc. 19,45.
Rom. 6,1-4; 8,14. Fil 2,5-11; 3,10-11. 1 Jn, 3,16.)
Los
monjes del Monasterio de San Macario aceptamos y apreciamos la variedad de
tradiciones monásticas, pero la Regla nos compromete a una forma específica de
vida. Algunos de nosotros asumimos la vida cenobítica, otros el estilo de vida
anacoreta, viviendo con su familia en la ciudad, sin embargo todos vivimos bajo
la dirección de una Regla de vida monástica y del Abad. La vida comunitaria es
el marco indispensable para la realización de los ideales a los cuales los
monjes nos comprometemos por la profesión de vida. Con el estímulo y el buen
ejemplo de sus hermanos, el monje puede sacrificar su vida para encontrarla
plenamente. (Cfr: Mt. 16, 25. Hech.
2, 42-47; 4, 32-35. Fil. 3,20. Ef. 4,16)
Los
monjes permanecen individualmente responsables ante la llamada de Dios en sus
corazones, pero, como miembros de una Fraternidad, se ponen en un nuevo camino
bajo la autoridad de Cristo, quien está presente aun cuando sólo dos o tres
están reunidos en su Nombre. La Fraternidad monástica de San Macario tiene una autoridad
adecuada a si misma como grupo de cristianos que viven la fraternidad, bajo la
Regla de vida y el Abad. La fuente y fundamento de esta autoridad es el
Espíritu Santo; el ejercicio de esta autoridad debe permanecer siempre bajo su
inspiración. Ningún monje puede evadir la parte que le corresponde en el
trabajo de discernimiento y respuesta a la llamada divina en asuntos que
afectan a toda la Fraternidad; por ejemplo, cuando se trata reuniones de
Fraternidad, decisiones concernientes a
la oración comunitaria y/o personal, tipos de trabajo, aceptación y formación
de candidatos, el buen orden de la casa y el trabajo apostólico. (Cfr: Mt. 18,20 I Tes. 5,19-21)
El Abad, como representante
de Cristo en el monasterio, es considerado como el centro de unidad, de amor y
del esfuerzo común de la fraternidad. Todos en la Fraternidad deben ser
obedientes y dóciles al Espíritu Santo y responsables de sus impulsos, pero al
Abad se le confía un papel especial en el ejercicio de la autoridad de Cristo.
Él comparte con toda la Fraternidad el trabajo de gestar las decisiones,
consciente de que el Espíritu Santo habla a través de cada miembro, hasta del
más joven, pero sabiendo que él debe cargar con la cruz de la responsabilidad
final en la Fraternidad.
Mons. Carlos Fernando de Arteaga Gómez, recibiendo un mate en la Argentina de manos del Vladyka Teofano - Ciudad de Rosario - Enero 2013.-
El Abad ejercita su
autoridad como un servicio de amor, guiado por el Evangelio y la Regla de vida.
Como guía, él debe discernir las necesidades de la Fraternidad y la dirección
correcta de las iniciativas de ésta. Él es maestro por su ejemplo y por su
palabra. Ora pidiendo discreción, amabilidad y comprensión, buscando obedecer
al mandato divino, de manera que la obediencia que pide a sus hermanos no sea
una subordinación a su propia voluntad, sino una sumisión al Espíritu de Dios
que lo escogió para este servicio. Con la ayuda de Dios, ejercita un cuidado
responsable sobre el rebaño que le ha sido confiado, y ayuda a sus hermanos
animándolos y corrigiéndolos en su camino de entrega al Señor. (Cfr: Mt. 16,15. Hech. 2,45. 2 Tim. 4,2.
I Pe. 5,2-4.)
Los demás monjes, a su vez,
animan a su Abad, lo apoyan y cooperan con él, al mismo tiempo que lo aman.
Ellos saben que su Abad solo no puede lograr que la Fraternidad sea lo que
pretende y desea ser. Él debe lograr que sus hermanos correspondan a su entrega
entregándose ellos mismos a la Fraternidad. Aunque es llamado padre y acepta el
papel de buen pastor entre ellos, sin embargo, él continua siendo un hermano
para sus compañeros monjes. Los monjes reconocen el cuidado de Cristo y la
acción del Espíritu Santo en todo lo que el Abad hace para ellos, y, por lo
tanto, no tienen miedo de compartir sus alegrías, sufrimientos, esperanzas y
temores. Si el Abad llegara a fallar, los monjes saben que ellos mismos son en
parte responsables, ya que el Abad, como hermano, necesita ser animado,
apoyado, edificado, posiblemente corregido y, sobre todo, amado personalmente.
(Cfr: Jn. 10, 11. Col. 3, 16. I Pe.
2,25)
El monje se entrega a sí
mismo al servicio de Dios por medio de su profesión pública de vida monástica
en obediencia. Esta entrega se realiza en su obediencia al Abad, a sus
hermanos, pero su obediencia radical es siempre a Dios. Por su compromiso
monástico, el monje empieza a vivir en y con la Fraternidad la obediencia a la
cual fue llamado en su Bautismo. Su obediencia es parte del don que la
Fraternidad monástica, como un todo, ofrece al Padre. Ahora el monje escucha
los llamados divinos como un miembro de la Fraternidad sometiendo su propia
voluntad al llamado conocido a través del discernimiento común. La voz de Dios
se expresa sobre todo a través de la Regla y del Abad, y el monje sacrifica sus
propios deseos y gustos para caminar según el juicio y el mandato de otro. Pero
todos los miembros de la Fraternidad, incluyendo el Abad, son llamados a ser
obedientes al Señor y a obedecerse mutuamente en amor y servicio. Convencido en
la fe de que el mandato divino se deja oír a través de la Fraternidad, el monje
se compromete a ser sensible a la presencia activa de Dios entre todos sus
hermanos del monasterio. (Cfr: Jn. 4,34; 6,38. Hech. 13,2-3 Fil.
2,8-10. I Tes. 5,12.Heb. 10,5-7)
El modo de vida aceptado
con la profesión de vida monástica implica el celibato y la pobreza. El
celibato consagrado es un don de Dios dado a alguien con quien Dios desea
unirse a sí mismo de una manera especial. La aceptación de este don por amor al
Reino es un acto supremo de fe en Dios que puede satisfacer el deseo del
corazón humano por un amor único. (Cfr: Mt.
19,12. I Cor. 7. 2 Cor. 11,2)
El amor célibe tiene su
propia manera de dar abundantes frutos. Cuando se le acepta libremente, libera
al monje para traer a otros al misterio del amor de Cristo. Ensancha en el
monje la visión del amor de Cristo y lo hace vivir con el afán de recoger a
otros para traerlos a ese amor. Engendra un dinamismo que busca siempre
extender este amor de Cristo. (Cfr: 1
Jn.3,1-2)
Para un monje, un verdadero
amor fraternal es el ambiente necesario para tener éxito en el cultivo del
celibato consagrado. El monje es un ser humano vulnerable que necesita
experimentar la compañía humana. Así, el celibato no significa de ninguna
manera renunciar al verdadero amor humano. La amistad no es un lujo en la
Fraternidad, sino una necesidad evidente en si misma. Por el celibato
consagrado el monje profesa su fe en su propia inmortalidad, en la resurrección
de la carne y en la existencia continuada de su propia persona. (Cfr: Mc. 12,25. Jn. 6,54. Apoc. 21, 1-4)
Los monjes viven la pobreza
evangélica en su trato preferencial con los pobres y los marginados, se
comprometen a reducir sus exigencias de vida personales evitando los lujos y
las suntuosidades, viven una vida sobria, sin extravagancias ni
excentricidades; comparten sus bienes en
la medida de sus posibilidades y de las necesidades de los hermanos, ayudándose
mutuamente en cuanto a sus necesidades terrenas. Juntos luchan por vivir alegre
y gozosamente, disfrutando de todas las cosas del monasterio con respeto y buen
cuidado. Así la pobreza corporativa y personal permite a la Fraternidad
compartir sus bendiciones con aquellos menos afortunados. (Cfr: Hech. 2,42; 4, 32-35)
La pobreza monástica
implica el desprendimiento del orgullo y de la vanidad, para entregar a la
Fraternidad los talentos del tiempo y la voluntad. A través de ella se promueve
un sentido de solidaridad con los más pobres y con los que sufren. Todos y cada
uno de los miembros de la Fraternidad tratan de mostrar el auto-vaciamiento de
Jesús en su propia vida, evitando un nivel de vida que pareciera olvidarse del
ejemplo evangélico, y llegar a ser una piedra de tropiezo para sí mismo y para
sus hermanos. (Cfr: Lc. 12,22-34 1
Car. 10,23-24 Sant.2,19;5,1-6)
Los Monjes son corresponsables de la
vida en la Fraternidad a la que pertenecen, lo cual exige su presencia
personal, el testimonio de vida, la oración comunitaria, la colaboración activa
y económica, para llevar a feliz término los compromisos de la vida fraterna.
El monje se compromete, con la profesión
de la regla monástica, a vivir el Evangelio según la espiritualidad de la
Fraternidad en su condición de persona consagrada, profundizando, con el
estudio de cada día, a la luz de la fe los valores y la opción de la vida
monástica que ha acogido, procurando pasar de la lectura y del conocimiento del
Evangelio a su vivencia diaria para ser testigo del amor de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo, en lo personal, lo familiar y lo comunitario.
La vida
espiritual es concebida y aceptada como un proyecto de vida
comunitario, centrado en la Persona de Jesucristo y en su seguimiento, según el
estilo monástico que nos es propio, deseando corresponder al amor de Dios a
través de la relación amorosa y personal
con Él, por medio de su Hijo, en cuyo nombre servimos a los más necesitados,
dejándonos guiar por el Espíritu Santo en toda nuestra vida, el cual nos lleva
a aceptar la voluntad de Dios Padre en medio de las circunstancias más
difíciles de la vida, y vivir el espíritu de paz, rechazando toda doctrina y
toda acción en contra de la dignidad humana, por lo que contamos siempre con la
gracia del Espíritu Santo, que anima y fortalece nuestra misión.
En nuestras acciones procuramos conocer
y cumplir la voluntad del Padre, por lo que hacemos de la oración
contemplativa, la meditación de la palabra divina, la celebración de la
Eucaristía, la práctica de los Sacramentos, la liturgia de las horas, la
revisión de vida, la corrección fraterna, los retiros espirituales y el ayuno,
el alma y vida de nuestro obrar diario, dentro de un espíritu de conversión y
reconciliación permanente.
Conscientes de que Dios ha hecho de
todos nosotros un pueblo santo y ha constituido a partir de él su iglesia, nos
comprometemos a reflexionar y estudiar la fe de la iglesia, su doctrina, su
historia, su misión en el mundo actual y sobre todo el rol de la Fraternidad en
la transformación de la sociedad para Cristo.
La
Eucaristía, sacramento por excelencia, es el centro de nuestra vida
monástica en la Iglesia. De ella debemos participar con la mayor frecuencia
posible, y su celebración se hará atendiendo las normas litúrgicas y los
cánones de la Iglesia; a través de la celebración viva y consciente de los
sacramentos, la oración contemplativa y la liturgia de las horas, tratamos de
descubrir la presencia de Dios Padre en nuestro corazón, en la naturaleza y en
la historia de los hombres.
"Los
consejos evangélicos de castidad, de pobreza y de obediencia, como fundados en
las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres,
así como por los Doctores y Pastores de la Iglesia, son un don divino que la
Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre." (Lumen Gentium, 43).
Ellos "encuentran su punto culminante en el misterio pascual de
Jesucristo, en el que se unen el anonadamiento mediante la muerte, y el
nacimiento de una vida nueva mediante la resurrección. La práctica de los
consejos evangélicos lleva consigo un reflejo profundo de la destrucción
inevitable de todo lo que es pecado en cada uno de nosotros y su herencia, y la
posibilidad de renacer cada día a un bien más profundo, escondido en el alma
humana. Este bien se manifiesta bajo la acción de la gracia, a la cual la
práctica de la castidad, pobreza y obediencia, hace particularmente sensible el
alma del hombre" (Lumen Gentium,
10)
Ellos “manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia.
Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de
la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del
prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han
de practicarse según la vocación de cada uno" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1974).
Mons. Carlos Fernando de Arteaga junto al Vladyka Teofano con el manto de los Nazareos, en un encuentro inter religioso organizado por SB Tome I, Patriarca Veterodoxo en la ciudad de Rosario, Provincia de Santa Fe - Enero 2013.-
La
Obediencia. La Obediencia es la actitud del monje por la
cual se dispone a escuchar la acción de Dios en su vida. “La obediencia practicada a imitación de Cristo,
cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre, manifiesta la belleza liberadora
de una dependencia filial y no servil” (La
Vida Consagrada, no 21). Esta genera comunión en torno a la voluntad de
Dios y crea comunidad, trae consigo la virtud de la Humildad, como un saber
despojarnos de todo lo nuestro para recibir todo lo que el Padre nos regala. Es
un no querer construir nuestra propia persona sino dejar al Padre que nos haga
según su beneplácito.
Por
la obediencia, los monjes se comprometen a acatar y aceptar las órdenes de las
autoridades legítimas de la FRATERNIDAD y de la Iglesia, en todo lo que esté
conforme a los Estatutos y los reglamentos, atendiendo las enseñanzas de San
Pablo:
“Así, pues, os conjuro en virtud de toda exhortación
en Cristo, de toda persuasión de amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda
entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir,
con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por
rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los
demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino
el de los demás”. (Filipenses 2, 1-5)
La
obediencia lleva al monje a aceptar plenamente los designios de Dios sobre él y
a transformarlos en su propio querer; nos hace crecer en la verdadera libertad
de los hijos de Dios y nos lleva a participar por amor en la actitud obediente
de Cristo Salvador, abriéndonos más a la voluntad de Dios, y descubriéndola más
fácilmente. Por ella nos liberamos de nuestras ilusiones y de nuestro
protagonismo en el apostolado para hacer más fecunda la acción apostólica de la
Fraternidad y de la Iglesia
La
obediencia es el modo como el monje ahonda en su persona la psicología del
hijo- enviado. “No busco mi voluntad sino
la del que me envió” procurando en
todo realizar los designios salvíficos de Dios y participar en su obra de
salvación. Ella, a la vez, es la expresión de la fecundidad de la vida del
monje a ejemplo de María que por su obediencia engendró a Cristo.
La
Castidad. “La
castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación de la
entrega a Dios, con corazón indiviso, es el reflejo del amor infinito que une a
las tres personas divinas en la profundidad misteriosa de la vida trinitaria” (La Vida Consagrada, no 21)
La castidad es asumida como una forma
“para seguir más de cerca a Cristo”; es don de Dios y una fuente de intimidad
con El, que profundiza nuestra intimidad con el Señor, llevándonos a permanecer
más fieles a Dios con un corazón indiviso y libre para que se encienda en cada
uno de nosotros el amor de Dios y de todos los hombres.
Por ella es transformado profundamente
el ser humano, creando un misterioso parecido con Cristo. Es un signo del amor
preferencial al Señor, que pone en evidencia el lazo que nos une al Padre, al
relativizar los otros lazos, y convertirse así en una confesión de nuestra
filiación.
El monje se siente feliz al poder
ofrecer a los demás todos los recursos de una afectividad liberada. De ahí que
la continencia perfecta es “señal” y estímulo de caridad y manantial
extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo. La castidad hace más
disponible al monje para las actividades apostólicas y profesionales de la
Fraternidad y de la Iglesia; al ensanchar la capacidad de amor y hacerlos más
prontos para el trabajo evangelizador
La castidad tiene también su impacto en
las relaciones comunitarias y de familia. “Los monjes procuran vivir juntos el
verdadero amor fraterno, mediante el don gozoso de sí mismos, la confianza
mutua y una delicada atención a los demás”. De ahí que el amor preferencial al
Señor, la liberación de la afectividad y el don gozoso de sí mismos, exigen una
educación del corazón, que tiene sus exigencias ascéticas; las cuales se
imponen a todo cristiano, dándonos a entender que no es sólo cuestión de
voluntad sino de apertura al Espíritu Santo, que es quien grava la ley en
nuestro corazón.
Las exigencias que el monje debe vivir
desde la castidad son: Aceptar la soledad como medio de santificación y
superación personal; vivir la sexualidad como una dimensión humana de entrega
amorosa y total a Dios Padre en su Hijo Jesucristo por el Espíritu Santo;
esforzarse por el domino del temperamento, trabajar por el control de los
impulsos del corazón, la búsqueda del equilibrio personal y la vigilancia
constante para no caer en tentación.
La
Pobreza. Con el fin de acercarnos a Cristo Pobre procuramos vivir
el espíritu de las bienaventuranzas y de la pobreza evangélica, manifestada en
la confianza en Dios Padre Providente, con la cual vivimos la libertad interior
y trabajamos por una sociedad más justa y más equitativa.
Vivimos la pobreza evangélica en el
trato preferencial con los pobres y los marginados, colaborando con ellos por
la erradicación de la marginación y de toda forma de pobreza, fruto de un
sistema social injusto.
Los Monjes estamos comprometidos en
reducir las exigencias personales y evitar los lujos y las suntuosidades, en el
vivir y en el obrar diario, para poder compartir mejor los bienes espirituales
y materiales con los demás monjes, evitando el consumismo y las ideologías que
anteponen la riqueza a los valores humanos y a la fe, permitiendo la
explotación del hombre.
El
Trabajo. El trabajo de cada día no solo es una forma de adquirir
el sustento diario, sino una oportunidad
de servir a Dios y al prójimo, y un medio para desarrollar plenamente nuestra
personalidad. Cada monje debe comprometerse en el cumplimiento de los deberes
propios de su trabajo y en una adecuada preparación profesional, para prestar
un servicio con sentido humano y compromiso cristiano. El trabajo debe ser un
compromiso de todos, y así nadie se haga carga para los demás.
Mons.
Carlos Fernando de Arteaga Gómez
Abad – Fraternidad
Monástica San Macario
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